Wednesday, January 17, 2007


UN METRO CUADRADO



“Los muertos hablan, pero les oímos con las narices”

Heinrich Himmler

I


¡¡¡¡RRRRRIIIIIINNNNNGGG!!!! ¡¡¡¡RRRRRIIIIIINNNNNGGG!!!!

¡¡¡¡RRRRRIIIIIINNNNNGGG!!!!

Si hay algo que sé de esta puñetera vida es que nadie llama por teléfono a las 7 de la mañana para contarte que te ha tocado la lotería. Eso, y que la alopecia - mas pronto o más tarde - nos alcanza a todos. Así que, en tales situaciones, suelo meter la cabeza bajo las mantas y dejar al chisme sonar a sus anchas, hasta que se aburre. Pero esta vez no se callaba ni a la de tres. Seguía, minuto tras minuto, incansable, inmisericorde, interminable, venga ahí, dale que te pego: Rinrrín, rinrrín, rinrrín, rinrrín, rinrrín... Rinrrín. Media hora mas tarde, era evidente que los timbrazos (tenía yo entonces uno de aquellos “góndola” tan coquetones, famosos por los estragos que causaron en personas ancianas por su asombrosa estridencia) no iban a callarse nunca jamás bajo ninguna circunstancia… una venilla en mi sien derecha comenzó a latir...

Aterrado, confuso, macilento, lleno de negros presagios y con cierta desazón en los bajos, comencé a escurrirme, lenta y trabajosamente, del firme abrazo de Muñao (Murvin), mandinga sabrosón que, además de tocar, con gran lucimiento, el saxo sopranino en la Orquesta del Florida Park (que mira que estaba raro el tío, tan grandote, tan negro y tan marica, con aquel esmoquin, aquella pajarita y aquel saxofón tan canijo...) me alegraba las noches de aquellos felices días de rumbita, pasodoble y cha cha chá. Ni se enteró, el ceporro. Fijo que soñaba con su tribu, allá en la sabana, porque parecía feliz y emitía un beatífico gruñidillo de total conformidad con el Universo. Menudo bicho.

Con una creciente inquietud en el vientre llegué, medio a rastras, al origen de la escandalera… no sin antes sufrir un par de buenas náuseas ante la visión y el aroma penetrante de los macarrones con morcillo de dos días antes, que se transformaban lentamente en The Blob sobre la mesita del comedor...

Con los ojos llenos de lágrimas, respiré hondo y tomé el auricular:

- ¿Diga?

- ¿OIGAA? ¿SII? ¿SIIIIIII? ¿HIJO MÍO? ¿HIJO? ¿TOÑÍN?

- Si, si, madre. Soy yo. No grite tanto, por favor, que ya la oigo... ¿Qué tal…

- ¿TOÑÍN? ¿ESTÁ MI HIJO? ¿ANTOÑÍN?

- ¡¡ SOY YO, MADRE!! ¡¡Y NO CHILLE, QUE YA LA OIGO!!

- ¡HIJO DE MI ALMA! ¡HIJO DE MI VIDA! AY DIOS MÍO, QUÉ DESGRACIA TAN GRANDE! ¡UUUUHH UUUUHUUUUHH! ¡GRNFRNNG!

- ¡Pero, madre, madre, no me asuste! ¿Qué pasa?

- ¡UUUUHH UUUUHH UUUUHH! ¡¡¡UUUIIII!!!

- ¡¡¡ MADRE!!!

- ¡Uung! ¿EH?

- ¿¿¡¡¿QUE QUÉ LE PASA?!!??

- Ay, Toñín, que disgusto y que cosa tan horrorosa... Ay, ay ay, hijo mío de mi vida...
¡¡ YO ME QUIERO MORIR!! ¡¡ YO ME QUIERO MORIR!! ¡UUUUHH UUUUHH...

- ¡MADRE! ¡Madre! Tranquilícese usted, y cuénteme lo que le pasa. Y no me llame Toñín, hombre… que ya sabe que no me gusta…

- Tú para tu madre siempre serás Toñín. Toñín, Toñín y nada más que...

- Bueeno, lo que usted quiera… pero ¿me quiere contar ya qué tripa se le ha roto?

- Tripa, ninguna. El alguacil y el alcalde, que dicen que hay que sacar a tu padre de la tumba... ¿Tú te crees?... Jesús, José y María... ¿Pero dónde se ha visto eso? ¿Es que no somos cristianos? ¡UUU...

- ¡Madre! ¡MADRE! ¡PARE! Pare con la llantina, que me va a explotar la cabeza, coño. Parece usted Ama Rosa...

- ¿Eh ?

- Nada, nada, ya entiendo lo que pasa. Usted tranquila, madre. Es que el nicho de padre era de alquiler, por diez años. Y ya deben de haber pasado.

- Pero hijo...

- No se preocupe usted por nada. Eso si, avise al Mariano de que ya voy yo mañana y me hago cargo.

- ¿Entonces vienes?

- Sí, sí, madre. Llegaré en el rápido de las 5. O en el de las 9 y media.

- ¡Ay, Toñín, que alegría me das!

- Hala, pues cálmese y descanse, que ya me encargo yo de todo.

- Muy bien, muy bien, hijo mío. Un beso muy fuerte

- Un beso, madre. Hasta mañana.


Colgué. A continuación, corrí tan rápido como pude hasta el retrete, con los entresijos retorcidos en una rítmica sucesión de agudísimas punzadas. Por milésimas de segundo no me jiñé sobre la alfombrita del pasillo... Ya más tranquilo, con esa rara serenidad que le confiere a uno el estar confortablemente sentado sobre la taza del propio inodoro, expeliendo chorros de cagarrina a presión, empecé, lentamente, a tomar conciencia cabal del asunto. Qué cosas me pasan, joder.

II


Casi me había olvidado de lo borricos que son mis paisanos. Algo nunca visto. La misma llegada ya fue muy emocionante, con los trillizos del barbero siguiéndome desde el apeadero entre brincos, visajes y alaridos:

¡¡EL TOÑÍN!! ¡¡TOÑÍN EL TITIRITERO!! ¡¡ EL CHICO DE LA TEO!! ¡¡ EL DE LA TELE!!...

Empezaban a considerar la opción de tirarme un canto cuando, con cierto alivio distinguí, no lejos, las figuras de Mariano, regordete alguacil y pregonero, alias “el Torolo” (vaya usted a saber por qué), y la del tricorne cabo Bermejo, de perfil mucho más severo. Los de los cantos desaparecieron al instante.

- ¡¡MARIANO!! ¡¡EH!! ¡¡Marianillo!! ¡¡Chico!!

- ¡Coño! ¡¡Pero cooño!! Si es Toñín, el artista… ¡El otro día te vi en la tele, figura!

- Tu sí que eres un artista, Mariano... ¿Sabes que casi matas a mi madre del susto, y a mí de paso?

- Cojones, Toñín, es que tu madre ha sido siempre mu exagerá...

- Y tu muy bestia. Y no me llames Toñín, que no me gusta, joder…

- ¡Pues menudos humos que te gastas desde que sales por la tele! Tú antes no eras así, Toñín.

- Vaale, lo que tú quieras, Mariano. ¡A la orden, mi cabo!

- Descanse, galán. ¿Cómo por aquí?

- Cosas de familia.

- Que sean para bien. Con permiso...

- Adiós, mi cabo, a sus órdenes. Recuerdos...

- Bueno ¿Y qué? Habrás venido por lo de tu padre...

- Pues claro ¿Qué te crees? ¿Que he venido a la vendimia?

- Qué humos, chico. Estás desconocido, Antoñín

- Joder. ¿Me quieres explicar ya que hay que hacer?

- Náh. Mañana temprano, nos acercamos al cementerio, abrimos, sacamos lo poco que haya y lo depositamos en la fosa común, dentro de una caja especial. Traete una bolsa de plástico bien grande. Y una escobilla…

- ¿Solo eso?

- Se firman cuatro papeles y sanseacabó. Bueno... ¿Aviso al cura?

- Déjate de curas. Hasta aquí estoy yo de curas… entonces, mañana... ¿sobre las 10?

- A las 10 en punto. Al cabo y al otro los aviso ahora. Pero antes vente a tomar algo a la cueva, descastao, y así me cuentas algo de las lagartas esas que te bailaban alrededor… ¡¡Jodío Toñín!!

- “Que Dios te conserve el oído, Mariano” - pensé - “porque lo que es la vista...”

III



Era una preciosa mañana de Otoño. Madre, resignada solo a medias, se emperejiló en venir… Había conseguido un bolsón gigante del Corte Inglés y llevaba el vestido de las grandes ocasiones. Cogidos del bracete como si fuéramos de boda, enfilamos el camino del camposanto, dejando a nuestra espalda un rastro a naftalina y perfume de anciana. Muy puntuales (sobre todo teniendo en cuenta los incontables DYC con Cola que se había enchufado la víspera el Marianillo), en posición de firmes junto a la verja, se encontraban las autoridades competentes : El alguacil, boina en mano, nariz y ojos algo enrojecidos, el cabo Bermejo, con expresión grave, en traje de paseo, y un silencioso tiarrón de casi dos metros de altura, edad indefinible, brazos jamoneros, blusilla de manga corta abrochada por un botón central (lo que confería gran libertad de movimientos al orondo barrigón con raya ombliguera), gorrilla Michelín amarilla con visera plástica, mirada neutra y dos manazas peludas asidas al mango de una pala descomunal. Era Baldo, “el Zapas”. Enterrador de profesión y trampero experto.


- Buenos días

- Buenas

- Buenos días

- Estooo... ¿Les parece que vayamos pasando? ¿Cómo está usted, señora Teo? ¿Mejor?

- Si, si, mejor… Tú eres un desgraciao, Mariano. Y un majadero y un pichafloja… Te crees algo porque el bobo del alcalde te ha hecho alguacil... como si el pueblo entero no supiera que eres un borracho y un putero y un...

- ¡Señora!

- Que sí, cabo, que es verdad. Usted lo sabe igual que yo y que todo el mundo. Y esto que le hacen a mi pobre marido no es justo, ni es cristiano, ni es nada...

- Es la Ley, señora Teótima. Y no ofenda usted a Mariano, que no tiene culpa.

- Culpa, culpa... Un mierda, el Mariano. Y un borrachazo, como su padre y como su...

- ¡¡Madre!! Hágale caso al cabo, por favor se lo pido. Tengamos la fiesta en paz.

- No sé yo dónde ves tú la fiesta…


El Zapas abrió el portón y entramos. Menos de un minuto después, nos encontrábamos frente al último lugar de reposo de mi desdichado (y en breve desnichado) progenitor. Madre comenzó a sollozar y a murmurar mientras el sepulturero hacía lo suyo. Rápido asomó el cajón. Lo bajamos. Tragué saliva. Madre sacó su bolsa de plástico. La tapa saltó con un leve movimiento de pala...

Y ahí estaba papá. Más seco que la mojama. Algo encogido, mostrando los dientes superiores como un pez abisal. Con el cutis hecho una pena, pero enterito. Miré a madre. También tenía mala cara.


- ¿Y Ahora qué hacemos? ¿Y Ahora qué coño hacemos?

IV


Cuando pienso en los dos minutos siguientes, los recuerdo como uno de aquellos programas de ritmo frenético de Valerius Lazarov que tanto mareaban al personal: Yo (zoom), el Marianillo boquiabierto (zoom zoom), el cabo adquiriendo repentinamente un tono verdoso (zoom zoom zoom y giro), madre, sujetando inmóvil su bolsón desplegado con aire de Verónica demente y (giro, zoom final y primer plano) muy seria en el centro del grupo, la momia de mi padre. De quien hay que decir que, salvo por lo de los dientes, conservaba intacta aquella indescifrable expresión tan suya. El tiempo se detuvo. De pronto, alguien dijo:


- No se preocupen ustedes, que yo se lo arreglo.


Desde alguna radio en el pueblo llegaba, nítida, la voz Luis Aguilé cantando algo sobre un sábado y un billete de mil… Rápido como el rayo, el Zapas se colocó a horcajadas sobre la mohosa caja, levantó la pala, y, sin un titubeo, trinchó a mi padre con cuatro golpes como si de un pollo al ast se tratara: Alas, muslo, pechuga… En mi vida olvidaré aquel ruido. Aquel olor a pedo muerto y podrido... Luego, se inclinó un momento sobre el montón de chuletas secas, y, tras un breve momento de duda, agarró la cabeza por los pelos, y alargándosela a mi confusa madre con una gran sonrisa, resopló satisfecho:


- Abra bien la bolsa, mujer. Ya verá como ahora le entra todo…

V


A la mujer lo que le entró fue un ataque de risa floja que le duró dos días y medio. Después, le dio como un ahogo y se murió. Sin más. Muy contenta, eso sí… Tanto, que, en el velorio, el cura, un barbilampiño muy irascible, andaba, nerviosísimo, cuchicheando por las esquinas con el cabo, con el alcalde, con Marianillo, y hasta con la tía Salvadora (que llevaba teniente perdida quince años), que aquello era una irreverencia y un cachondeo y que algo había que hacer... Cuando al fin, ciego de ira, se arrojó sobre el risueño córpore insepulto y le echó las manos a la cara, entre el vocerío de los familiares y los berridos de las plañideras de pago, el cabo me hizo una seña, y aproveché para huir. Seis meses después vendí la casa y jamás en la vida he vuelto. Tampoco he vuelto a pisar el Corte Inglés. Es ver una bolsa de esas de triangulitos y ponerme enfermo. Lo peor de todo es que tampoco puedo escuchar a Luís Aguilé... Con lo que me había gustado a mí siempre ese hombre…



A mí, que me incineren.