III
Era una preciosa mañana de Otoño. Madre, resignada solo a medias, se emperejiló en venir… Había conseguido un bolsón gigante del Corte Inglés y llevaba el vestido de las grandes ocasiones. Cogidos del bracete como si fuéramos de boda, enfilamos el camino del camposanto, dejando a nuestra espalda un rastro a naftalina y perfume de anciana. Muy puntuales (sobre todo teniendo en cuenta los incontables DYC con Cola que se había enchufado la víspera el Marianillo), en posición de firmes junto a la verja, se encontraban las autoridades competentes : El alguacil, boina en mano, nariz y ojos algo enrojecidos, el cabo Bermejo, con expresión grave, en traje de paseo, y un silencioso tiarrón de casi dos metros de altura, edad indefinible, brazos jamoneros, blusilla de manga corta abrochada por un botón central (lo que confería gran libertad de movimientos al orondo barrigón con raya ombliguera), gorrilla Michelín amarilla con visera plástica, mirada neutra y dos manazas peludas asidas al mango de una pala descomunal. Era Baldo, “el Zapas”. Enterrador de profesión y trampero experto.
- Buenos días
- Buenas
- Buenos días
- Estooo... ¿Les parece que vayamos pasando? ¿Cómo está usted, señora Teo? ¿Mejor?
- Si, si, mejor… Tú eres un desgraciao, Mariano. Y un majadero y un pichafloja… Te crees algo porque el bobo del alcalde te ha hecho alguacil... como si el pueblo entero no supiera que eres un borracho y un putero y un...
- ¡Señora!
- Que sí, cabo, que es verdad. Usted lo sabe igual que yo y que todo el mundo. Y esto que le hacen a mi pobre marido no es justo, ni es cristiano, ni es nada...
- Es la Ley, señora Teótima. Y no ofenda usted a Mariano, que no tiene culpa.
- Culpa, culpa... Un mierda, el Mariano. Y un borrachazo, como su padre y como su...
- ¡¡Madre!! Hágale caso al cabo, por favor se lo pido. Tengamos la fiesta en paz.
- No sé yo dónde ves tú la fiesta…
El Zapas abrió el portón y entramos. Menos de un minuto después, nos encontrábamos frente al último lugar de reposo de mi desdichado (y en breve desnichado) progenitor. Madre comenzó a sollozar y a murmurar mientras el sepulturero hacía lo suyo. Rápido asomó el cajón. Lo bajamos. Tragué saliva. Madre sacó su bolsa de plástico. La tapa saltó con un leve movimiento de pala...
Y ahí estaba papá. Más seco que la mojama. Algo encogido, mostrando los dientes superiores como un pez abisal. Con el cutis hecho una pena, pero enterito. Miré a madre. También tenía mala cara.
- ¿Y Ahora qué hacemos? ¿Y Ahora qué coño hacemos?
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